Siempre me lleve bien con mi suegro, bueno en realidad al principio casi nos
vamos a las manos, por la fama que le habían hecho Mercedes, su hija (que
por entonces era mi novia) y la bruja de Raquel, su esposa. Pero Mariano era
una gallego divino, un tipo querible y bohemio, no era para menos que haya
perdido la cabeza por amor, o intentado suicidarse, cuando Raquel se fue con
el jefe. Me imagino lo que le habrá dolido saber que su propia hija, le había
hecho gancho a su madre con ese señor bien perfumado, de auto elegante,
laureado con luminosas tarjetas de crédito.
Ambas trabajaban en la misma compañía, y el viejo play boy primero lo
intentó con Mercedes, veintidós años, rubia a rabiar, de rumbo incierto. Ella
muy astuta se lo sacó de encima en una cena tratándolo como a un padre,
y hablándole de Raquel, de todos sus territorios posibles, porque si ambas
tenían algo en común, era la irremediable belleza.
Estaba todo arreglado, fue una transacción de negocios entre madre e hija. A
Mercedes siempre le gustó la pija más que el chocolate y la guita más que la
pija. De manera que en aquel tiempo, este servidor (que ganaba una pequeña
fortuna paseando perros) supo darle ambas cosas, con la ingenua esperanza de
que el amor, nos bastara para siempre.
Aunque llevaba más de dos años de divorciado, cuando me enteré por mi hijo
Lucas, que habían internado a Mariano en un geriátrico, me opuse con rabia.
A ese gallego que llegó a la Argentina huérfano y encontró en Raquel y en los
padres de Raquel la familia que no tuvo, le hicieron la vida imposible. Pero
quién era yo para oponerme, si ya estaban todos los suyos de acuerdo. Así que
me limité a visitarlo durante algunos meses. Los dueños de aquel lugar eran
una pareja muy amable. Me habían permitido sacarlo al parque de enfrente,
todo lo que quisiera.
Y allí Mariano me contaba de su infancia en la Coruña, de cuando la conoció a
Raquel (todo en Raquel era sagrado, pero nada era verídico), de las veces que
volvió a España y recorrió las calles de su pueblo, de que si no fuera por
Raquel no hubiera vuelto nunca a la Argentina, que amaba a su familia. Que
los argentinos éramos todos chantas y traidores, o sea unos sudacas de mierda.
Lo decía de tal manera que me causaba muchísima gracia, y yo me reía con él
y sobre todo de él. Pero al dejarlo solo, invariablemente me iba llorando como
un pelotudo.
Con el tiempo conocí a una muchacha y no fui a verlo más. Quise dar vuelta
la página y comenzar de nuevo. Ya tenía la sensación de ser un decálogo de
tristezas inútiles.
Sin embargo, vaya a saber si por un designio del destino o por tener cara de
idiota, una mañana de primavera sonó el teléfono, y era Mercedes. Nunca me
llamaba, así que pensé le había pasado algo a mi hijo.
Me pidió por favor que fuera al geriátrico enseguida. Me rogó que fuera, con
esa voz que pone ella cuando realmente es ella, como aquella vez que su
madre volvió con Mariano y la echó de la casa culpándola de todo. En ese
momento la voz le temblaba, los ojos azules y fríos de Raquel la condenaban a
esa zona sin palabras. Me paso el teléfono del geriátrico para que ellos me
dijeran lo mismo, que por favor vaya enseguida, era cuestión de vida o muerte.
Al llegar me condujeron hacia un patio de mosaicos, y allí estaba Mariano.
Con una sonrisa ingobernable, en lo alto de un árbol que creció rajando el
piso. Abajo había un bombero. Me explico que el señor amenazó con tirarse
cuando intentó bajarlo.
Todavía no comprendo cómo llegó hasta allá arriba con setenta y cuatro años.
Al verme me hizo un gesto irónico, y suspicazmente bajo rama por rama
como había subido sin hacerse un rasguño. Los compañeros lo aplaudían,
el bombero no podía creerlo, y los dueños del lugar lejos de enojarse, se
alegraron que les haya vuelto el alma al cuerpo.
Cuando le pregunté por qué lo había hecho, dijo que soñó con unos ángeles
que subían al cielo por una escalera colocada en ese árbol. Los ojos le
brillaban de contento, y no se le borraba esa sonrisa incalculable y socarrona.
A la hora del almuerzo siguieron los festejos, para el resto de los abuelos
Mariano era un héroe. Me quedé a almorzar con ellos, y noté que una señora
refinada, coqueteaba con él discretamente. También estaba aquel matrimonio
con alzhéimer, que habían internado juntos. Seguían el festejo sin entender
nada.
Recuerdo que antes, a veces ella estaba lúcida, y distinguía a su marido.
Entonces lo besaba, o le limpiaba la boca, o lo ponía a dormir sobre su pecho.
Otras era él quién le acariciaba el cabello y le decía:
—Te quiero viejita, soy yo, ¿me conoces?
Y así uno se encendía cuando el otro se apagaba, pero ahora ninguno de los
dos se conocía.
Me dio pánico la vejez, sinceramente me dio pánico. Al ver de nuevo esa
pareja temí por mi futuro, y sólo regresé al presente cuando escuche a
Mariano decirle a todos que me consideraba un amigo. Después del almuerzo
lo dejé en su cuarto, allí dormía otro señor que tendría más de noventa años.
Nos despedimos. Y con la sonrisa de un niño que recuerda una travesura, se
quedó sentado frente a la ventana. Miraba aquel árbol, el único árbol en el
centro de un patio cegado por altas paredes de concreto.
A los tres días falleció. No sufrió dijeron, se quedó dormido. Yo no quise ir al
velorio.
Diez años más tarde cuando regresé de España, Lucas mi hijo me esperaba en
el aeropuerto. Curiosamente la ausencia y también su edad nos habían unido
en la distancia. Cuando volvíamos en el taxi por la autopista Dellepiane, sonó
su celular y era Mercedes. Su madre le preguntó si yo había llegado, y me
mandó a decir cordialmente que la llame apenas pueda, se trataba de Mariano.
No entendí nada, pero le comenté a Lucas que había estado en la Coruña, en
el pueblo de su abuelo, que ya no era un pueblo, sino una ciudad portuaria.
Pasamos el día juntos, quizás como dos amigos. Y por primera vez mi hijo me
habló por mi nombre.
A la noche, desde mi casa la llamé a Mercedes. Comenzó preguntándome
sobre el viaje, si estaba bien, si necesitaba algo, me contó que la estaban por
despedir del trabajo, que se había hecho los pechos, que podríamos tomar un
café, y en un momento con voz dulce e implorante me pidió un gran favor:
Quería que vaya al cementerio, porque iban a exhumar los huesos de su padre
para pasarlos a un nicho. Sabía que nadie iría, así que me hice cargo del
asunto, no por ellos, sino por Mariano.
Y a los tres días de haber llegado a Buenos Aires, después de una vida en
España, estaba junto a dos sepultureros, abriendo el jonca de mi suegro. Pero
eso no fue lo extraordinario, sino que al mover la tapa, el cuerpo de Mariano
estaba intacto.
— Tiene los ojos abiertos—, dijo uno de los tipos. Y los tres nos
quedamos mirándolo.
— Se ríe—, dijo el otro, y era cierto, Mariano tenía una leve sonrisa
orgullosa e insultante. Ninguno sabía qué hacer.
— Podría tratarse de un milagro—, barajó el más viejo.
El cuerpo no podía ser regresado a tierra ni puesto en un nicho. En la
secretaría me dieron una solución momentánea, dejarlo en la morgue del
cementerio. Tenía cuarenta y ocho horas para devolverlo a la tierra renovando
el contrato (lo que costaba una gran suma de dinero), o decidir incinerarlo.
Rubén, el sepulturero más viejo, conocía un sacerdote que me podía asesorar,
le dejé mi teléfono y nos despedimos. Una vez en la calle, después de
tomarme un trago la llamé a Mercedes; tratando de encontrar el tono
apropiado y las palabras precisas, le conté lo que ocurría.
Noté que le costaba hablar, posiblemente al escucharme hiperventilaba. En un
momento alcanzó a decir que lo habían velado a cajón cerrado. Le pasé un
número de teléfono que me dieron. Luego dijo que ahora no podía pensar,
que me llamaba a la noche, pero no lo hizo.
Al día siguiente tampoco llamó, y decidí ocuparme de mis cosas. No obstante
sonó el celular, justo cuando estaba en el jardín tomándome unos mates. Era
Rubén.
— Su señora pidió que cremen el cadáver— dijo—, pero usted lo vio,
sería un sacrilegio.
Primero le aclare amablemente que no era mi señora, sino mi ex mujer, y
luego pregunté si había hablado con el cura.
— El padre Natalio no piensa atribuirlo a un milagro, dijo que eso es
cosa exclusiva de los santos, y que en este caso la conservación se debía
sólo al medio ambiente. Mire Pablo —agregó bajando la voz—, yo hace
muchos años que trabajo de esto vio, y nunca vi algo igual. El otro día
no quise decir nada, pero el cuerpo ni siquiera está rígido. Si usted
quiere cuente conmigo, sería una pena cremarlo.
Por un instante no supe que contestar, evidentemente el hombre estaba
interesado.
—¿Y qué quiere qué haga Ruben?, no soy yo quién decide, y además no
tengo el dinero para pagar la parcela— dije—, presintiendo que iba a
proponerme un precio modesto para volver a enterrarlo.
—¿Usted tiene dónde ponerlo? — me susurró—, porque en estos
casos, el muerto está queriendo decir algo.
Comprendí que no se trataba de una changa por izquierda, sino que el tipo
estaba loco de remate. Me disculpé diciéndole que tenía gente en casa.
—No se preocupe— me calmó—, no son cosas para hablar
delante de nadie, usted me avisa apenas pueda, mire que no
tenemos mucho tiempo. Quedo a sus órdenes Pablo.
Pensé: ¡Para qué volví! Si a mí estás cosas en Europa no me pasaban. Tenía
razón el gallego, cuánta razón tenía. Este es un país de desquiciados, un gran
manicomio donde todos se creen grandes personajes, y ninguno sabe que está
loco. Dios mío, pero como se extraña, que ganas de tomar un mate acá, que
no es lo mismo que tomarlo allá, aunque no me faltó nunca yerba. Quizás el
gallego no quería reconocerlo, pero él también estaba fascinado con este
manicomio, y para colmo se enamoró de la más loca. Qué país de hijos de
puta me escuche decir, y fue inevitable entender a Mariano, renegando ante
tanta mediocridad, indignado por haber trabajado toda su vida honradamente,
cuando acá a nadie le importa más que la guita y el status.
Una vez le discutí:
— Si nosotros somos sudacas, será que ustedes son la madrecaca.
— ¿Qué es eso? — dijo—, otra argentinada tuya.
— ¿No son la madre patria? — pregunté—. Ves que sos un cuadrado
gallego, no cazas ni un doble sentido.
Con otro se hubiera enojado por mucho menos, pero yo lo hacía reír y la
bronca le duraba poco.
Se había puesto medio fresco, levanté el termo y volví a entrar en casa. Me
senté en el sillón a mirar el ciprés, la higuera negra recostada contra el cielo, el
ciruelo, las enormes plantas del fondo como una selva prehistórica. Recordé
que a él le gustaba esta casa. Vino a visitarme enseguida que me divorcié de
su hija. Era domingo y lo invité un buen asado. Después de unos vasos de vino
lo noté melancólico. Estaba triste porque ya no sería su yerno. Caminaba
mirando el jardín con un choripán en la mano. Le costaba masticarlo. Se
detuvo frente a este ventanal de rejas antiguas, y con esa sonrisa canchera que
ocultaba su nostalgia, me dijo que le recordaba a su casa natal.
Entonces la idea de Rubén no me pareció tan descabellada, quizás mi suegro
quería morir de nuevo, morir bien, dignamente. Me quedé dormido en el
sillón frente a las glicinas, oliendo el césped recién cortado. Atardecía. Y a
cincuenta centímetros del ventanal, aún lo veía a Mariano, queriendo ocultar
una lágrima.
Mauricio Escribano
Imagen Montse Vizcaino
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