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Azules que no duermen

                                                                                      .


no sé qué darte
no sé quedarme

no sé de un arte
que arme de nuevo
el amor 


ME





.




Igual me la banco

                                                                                      .

Te extraño. Más que eso
me abrazo a vos.
Te recorro las distancias.
Te busco por dentro
en el lugar donde me amabas.


Mauricio Escribano

Imagen Helene Desplechin 

















                                                                                     .



Contornos

                                                                                      .

Si te escuchara.
Si me dijeras
‹‹No quiero
un día más sin vos››

Este cuerpo se volvería
un puñadito de azúcar. Lo sé.

Pero este cuerpo
es un hierro oxidado por la lluvia.
Sólo hay fuerza en él.
Una fuerza que nadie más que yo
necesita ahora.


Mauricio Escribano 

Imagen Marta Navarro

















                                                                                     .


El secreto

                                                                                      .

Algo descendió dentro del bosque.
Luego brilló en un punto fijo
y enseguida la luz
se tornó en hilo de agua.
Nadie pudo olvidar cuando
el ángel del exterminio
salió de su escondite
se llevó a aquella muchacha.
Ella lo miraba con asombro.
Apoyada sobre una ala
vio que el ángel era hembra.
Un agua ardiente le trepaba por los pies 
se volvió tan lánguida
que la perdí de vista.


Mauricio Escribano 

Laura Makabresku






















                                                                                                                          .



Inercia

                                                                                                                                       .


No sin cierta pasividad dejó atrás el zaguán, y caminó entre casas viejas y altos 
edificios. Iba resignada a su belleza, tratando de adivinar el rumbo, con la vagina 
puesta a punto por un mecánico del Docke. Martina no se podía permitir esas cosas, 
y en las primeras horas del día el sol angustiaba sus ojos. Tenía una voz soñadora, de 
sabor a miel y a naranjas. Pero la geometría de esas calles la atragantaba de secretos. 
Estaba sola. Con espanto verificó un océano de ventanas expulsadas al vacío. Sus ojos 
de eucaliptus (fulminados por la luz) se hundían en la altura. Desde lejos. En medio de 
aquel laberinto, se la veía más rubia y más hembra que nunca, como si volviera de 
apuñalar a un hombre.


Omar soñaba que era Charles Chaplin. Era domingo, por la tarde tenía pensado 
colocarle el carburador a la Chevy del vecino, para el lunes estaría listo a primera 
hora. Martina había dejado su cama sin despertarlo, y él era Charles Chaplin, el tonto 
más grande del mundo. Sus libros adorados seguían arriba de la mesa. Sobre “La 
Insoportable Levedad del Ser” había dos gotones de semen, testigos de la noche. 
Satisfactoriamente su eyaculación cubrió unos cuarenta centímetros de distancia, 
pasando por encima del hombro de Martina hasta impactar en la página 159. Ahí 
donde decía: ‹‹Karenin la arrastró y ella se dejó llevar››.


Una hora después Martina estaba en su casa de Palermo. Entró con frío, llevaba pocas 
prendas. Aún era temprano y las luces estaban apagadas. En el sofá con los ojos bien 
abiertos una mujer de pelo corto la miró de frente. Le sonrió implacable, le hizo 
un gesto indicándole que se sentara como si la hubiera esperado un siglo. Y ciegamente 
comenzó a olerla, rozando con el piercing que agujereaba su nariz, el cuello y la cara 
de Martina. Mientras la olía le reprochaba haber estado con un hombre. No podía 
dejar de hacer ambas cosas. En la piel de Martina se traducía todo, había sido 
penetrada sin miramientos. La mujer comenzó a desnudarla con violencia. Examinó, 
mordió y lamió cada centímetro donde Omar dejó su huella. Al cabo de un minuto 
parecían dos arañas blandiendo sus patas en el aire.


Casi con temor, Omar abrió los ojos. Le urgía abrazar a Martina, pero ella ya no estaba. 
Miró todo el desorden metafísico en su cuarto. La primera noche con ella, después de 
tanto Facebook, se había consumado. Ese primer encuentro sin ficciones terminó en 
su cama. Estaba contento. —Ella es la eternidad— se escuchó decir, buscando una 
birome en su mesita de luz para anotarlo. Hoy tendría todo el día para él. Pero 
lentamente se acordó que le faltaba colocarle el carburador a la Chevy. No importaba, 
no le llevaría más de media hora. Se levantó y fue al baño, le pareció orinar volúmenes 
de felicidad. Estaba enamorado, también estaba tranquilo. Sintió ganas de desayunar 
como Dios manda, y atravesó el breve pasillo que daba a la cocina. Era un hombre 
guapo, algo soberbio. Se jactaba de ser el único mecánico intelectual en innumerables 
kilómetros a la redonda. Sin extrañeza traspasó con la mirada la persiana y las cortinas. 
No se dio cuenta del prodigio. Una nube venía hacia su casa, como una sombra de 
pájaros negros se posó sobre la parra, y comenzó a llover copiosamente.


Otra vez, las mujeres se prometen una a la otra. Juran no someterse a los hombres. 
Pero a Martina le parece razonable embelesarlos. No lo dice, se lo calla. Como una 
pequeña que roba chocolates ella oculta sus victorias. Le encantan los hombres, 
pero cómo decírselo a Beatriz. Aunque mirándola bien, tampoco hace falta. Su amiga lo 
sabe. Le hizo pensar frecuentemente que se enojaba con eso, pero no era cierto. En el 
fondo Beatriz se excitaba. Sin embargo era la primera vez que había estado con un 
macho cara a cara, fue un impulso inevitable. Comprobó que cada uno de los hombres 
que había conocido en la Web eran personajes de su imaginación, amores líquidos, 
que debían contentarse con la esperanza de verla algún día. Hacía que la sueñen. Y 
como a una colección de mariposas clavadas en papeles de memoria, los iba 
disecando. Sabía que era una estrella de las redes, diseñada para enamorar en vano. 
Pero el resto de los hombres, los que le deparaba la calle, la oficina, esos otros que 
pertenecían a la realidad, no tenían relevancia. Sólo buscaba a los que cabían en sus 
simulacros. Elegía a los frustrados, a los artistas, a aquellos que podían fantasear con 
ella los momentos más perfectos.

Omar hubiera querido despedirse. Piensa que ella no quiso despertarlo, o acaso le 
apeteció irse sin decir una palabra. Elimina otras posibilidades. Afuera está lloviendo 
ya sin ruido, como si el agua cayera raudamente sobre un pañuelo de la infancia. Aún 
siente a Martina abrir sus labios, las lenguas oblicuas jugando en las bocas.

“Usted me interpreta… Usted esto, usted aquello”, la voz y las maneras de Martina 
resuenan en su mente. “Voy sonámbula… Sus palabras no son de este mundo… Mejor 
no digo nada… Los besos me los guardo para mi sureño”. Recordó las horas, los días, 
los años en la web esperando para verla. Horas y horas… Días y días… Años y años… 
Hablando por teléfono.

Sintió que todos sus competidores, esos pobres avatares que Martina interponía para 
hacerle un contrapunto, ya no eran nada. Facebook, tachado. Se había librado de un 
circo de pulgas. Algo rotundo había ocurrido anoche. Y también el amor dejaba de ser 
sólo imagen, para incluir una sensación muscular profunda. Vagamente recordó haber 
soñado que era Chaplin. Sin sospechar que ingresaba en el abismo.


Martina Iribarren se había tendido en la cama. Un solo botón impedía que se le abriera 
la blusa. Un botón debajo del busto, y sobre el botón tres limones apretados en sus 
manos. La imagen era exquisita. El ojo ciclópeo de la cámara no enfocaba su rostro. 
Beatriz estaba extasiada. Cada vez que fotografiaba a Martina el tiempo se detenía. La 
pasmaba su belleza, quería fotografiarla, pintarla, escribirle poemas. “Ésa es mi 
Martina” decía, mientras le robaba el alma. Y a Martina le parecía escuchar a su 
madre. Todo lo que Beatriz le decía parecía venir del más allá. “No confíes en los 
hombres” decía Beatriz, igual que su madre que había muerto en un extraño 
accidente. Así que en Beatriz, de algún modo, había encontrado el abrupto consuelo 
de la inmortalidad.

Martina se cambia de ropa, vuelve a la cama con unas medias de red y una blusa 
transparente de gasa negra. La habitación está en penumbra. Se acuesta boca abajo. 
Beatriz la observa, la toca como si viera una actriz porno. Le cruza las manos hacia 
atrás. Ata sus muñecas con un cable lleno de lucecitas de colores, que prenden y 
apagan. Dispara una foto, luego otra y otra. Pero Martina no posa para ella, ni siquiera 
para los señores que la sueñan. Esos a los que les jura que ella misma se saca las fotos. 
Lo hace por amor propio. Se sienta en una silla antigua junto a la ventana. Detrás de 
ella hay una jaula vacía. Se coloca un pequeño sombrero con velos de tul que traslucen 
su rostro. Mira hacia abajo y al costado. Beatriz coloca en su mano una enorme 
magnolia. Martina piensa que toda esa pasión con Omar dejó de ser inofensiva. Él se 
había enamorado, el maldito amor y sus acordes. Está temblando. Ese pánico a 
entregarse no era más que odio. Sólo él la tenía al alcance de la mano, y le desnudaba 
las palabras. Sólo un hombre, capaz de desenmascararla delante de todos.


Omar ve los racimos que cuelgan de la parra y la rotura de la lluvia. Algo viene a 
buscarlo. Tal vez un cordero del sol con un vaso de vino dulce. Detrás hay una torre en 
medio de la selva. Aún no se resigna. No quiere abrir la puerta y salir a la calle, tiene 
miedo de que las cosas cotidianas se derrumben.

—Te extraño—, le dijo. Y ella le contestó: —Terriblemente—. Los recuerdos afloran 
en cadena, hacen un arqueo en su memoria.

Adivina que está entrando en un espejo. Nunca entendió cómo una muchacha tan 
linda tenía miedo de verlo. Se pasaba meses sin salir de su casa frente a la 
computadora. Él ya sabía su dirección, y también su verdadero nombre. La había 
descubierto: Se llamaba Martina Iribarren y no Laura del Corral. Tenía veintitrés años y 
no treinta y tres. Omar ya no soportaba la clandestinidad ni las excusas. Quería verla. 
Tanta intimidad no podía perderse en el circo de las pulgas, ni en la comodidad del 
teléfono. Otros hombres lo precedían. No había remedio para ellos, no tenían amparo. 
Quería verla. Ella se había convertido en el amor de su vida. Y él la vio como nadie, sin 
la inútil perfección del idealismo.

Se ríe y llora. Afuera hay árboles que antes no existían. Hongos de oscurecidas vocales. 
Flores mojadas y brillantes. Es la selva en todas sus versiones. Ahora Omar va 
comprendiéndolo todo. Un olor rosado entra por la ventana. Absurdamente el estar 
enamorado aún perdura. Quizás, como un griterío de loros en el hueco de su vientre. 
Justo donde entró la puñalada.




Mauricio Escribano








                                                                                      .



Joan Manuel Serrat

                                                                                                                         .



Más que a nadie

La poesía son las alas
que le crecen al gusano
de la melancolía.



.



Alucinación

                                                                                      .
quizás fueron sus ojos
o las antiguas violetas
que perfumaban su pelo
misteriosamente negro

pero tampoco fue eso
ni las frutitas de su boca
ni su piel de leche medieval

había algo en ella
que me inspiraba
a pintarla con palabras

quise saber su nombre
dijo que se llamaba
Soledad

—Yo soy tu Soledad— eso dijo

y ni así pude entender
por qué mi Soledad
era tan bella.


Mauricio Escribano 

Imagen Laura Makabresku

















                                                                                       .



Fosfato de calcio

                                                                                      .
Barre el polvo. Elude los relojes. Sabe bien 
que ningún hombre beberá las arterias ingeniosas
de sus flores, ni se dormirá sobre su pecho, 
gratamente abatido por un hechizo de geranios.
Bajo la somnolencia de los árboles se le hace 
tarde para todo. Ella abre y cierra puertas 
que no dan a ningún lado. Si pregunta por la sed, 
rompe a llorar con la violencia del cristal 
cuando se parte. Ya ha pasado tanto invierno 
sin que nadie encienda el fuego, que acaso 
la tristeza ha enrojecido sus lunares. Nadie 
insiste al otro lado del jardín. Cada noche 
escribe cartas de amor a un hombre muerto. 
Y en su cuarto las muñecas aún la miran siempre 
niñas, mientras ella envejecida se atraganta 
con un pájaro.



Mauricio Escribano 

Imagen Katia Chausheva


















                                                                                     .


El jardín de las almas

                                                                                                                         .

Siempre me lleve bien con mi suegro, bueno en realidad al principio casi nos 
vamos a las manos, por la fama que le habían hecho Mercedes, su hija (que 
por entonces era mi novia) y la bruja de Raquel, su esposa. Pero Mariano era 
una gallego divino, un tipo querible y bohemio, no era para menos que haya 
perdido la cabeza por amor, o intentado suicidarse, cuando Raquel se fue con 
el jefe. Me imagino lo que le habrá dolido saber que su propia hija, le había 
hecho gancho a su madre con ese señor bien perfumado, de auto elegante, 
laureado con luminosas tarjetas de crédito.

Ambas trabajaban en la misma compañía, y el viejo play boy primero lo 
intentó con Mercedes, veintidós años, rubia a rabiar, de rumbo incierto. Ella 
muy astuta se lo sacó de encima en una cena tratándolo como a un padre, 
y hablándole de Raquel, de todos sus territorios posibles, porque si ambas 
tenían algo en común, era la irremediable belleza.

Estaba todo arreglado, fue una transacción de negocios entre madre e hija. A 
Mercedes siempre le gustó la pija más que el chocolate y la guita más que la 
pija. De manera que en aquel tiempo, este servidor (que ganaba una pequeña 
fortuna paseando perros) supo darle ambas cosas, con la ingenua esperanza de 
que el amor, nos bastara para siempre.



Aunque llevaba más de dos años de divorciado, cuando me enteré por mi hijo 
Lucas, que habían internado a Mariano en un geriátrico, me opuse con rabia. 
A ese gallego que llegó a la Argentina huérfano y encontró en Raquel y en los 
padres de Raquel la familia que no tuvo, le hicieron la vida imposible. Pero 
quién era yo para oponerme, si ya estaban todos los suyos de acuerdo. Así que 
me limité a visitarlo durante algunos meses. Los dueños de aquel lugar eran 
una pareja muy amable. Me habían permitido sacarlo al parque de enfrente, 
todo lo que quisiera.

Y allí Mariano me contaba de su infancia en la Coruña, de cuando la conoció a 
Raquel (todo en Raquel era sagrado, pero nada era verídico), de las veces que 
volvió a España y recorrió las calles de su pueblo, de que si no fuera por 
Raquel no hubiera vuelto nunca a la Argentina, que amaba a su familia. Que 
los argentinos éramos todos chantas y traidores, o sea unos sudacas de mierda. 
Lo decía de tal manera que me causaba muchísima gracia, y yo me reía con él 
y sobre todo de él. Pero al dejarlo solo, invariablemente me iba llorando como 
un pelotudo.



Con el tiempo conocí a una muchacha y no fui a verlo más. Quise dar vuelta 
la página y comenzar de nuevo. Ya tenía la sensación de ser un decálogo de 
tristezas inútiles.

Sin embargo, vaya a saber si por un designio del destino o por tener cara de 
idiota, una mañana de primavera sonó el teléfono, y era Mercedes. Nunca me 
llamaba, así que pensé le había pasado algo a mi hijo.

Me pidió por favor que fuera al geriátrico enseguida. Me rogó que fuera, con 
esa voz que pone ella cuando realmente es ella, como aquella vez que su 
madre volvió con Mariano y la echó de la casa culpándola de todo. En ese 
momento la voz le temblaba, los ojos azules y fríos de Raquel la condenaban a 
esa zona sin palabras. Me paso el teléfono del geriátrico para que ellos me 
dijeran lo mismo, que por favor vaya enseguida, era cuestión de vida o muerte.

Al llegar me condujeron hacia un patio de mosaicos, y allí estaba Mariano. 
Con una sonrisa ingobernable, en lo alto de un árbol que creció rajando el 
piso. Abajo había un bombero. Me explico que el señor amenazó con tirarse 
cuando intentó bajarlo.

Todavía no comprendo cómo llegó hasta allá arriba con setenta y cuatro años. 
Al verme me hizo un gesto irónico, y suspicazmente bajo rama por rama 
como había subido sin hacerse un rasguño. Los compañeros lo aplaudían, 
el bombero no podía creerlo, y los dueños del lugar lejos de enojarse, se 
alegraron que les haya vuelto el alma al cuerpo.

Cuando le pregunté por qué lo había hecho, dijo que soñó con unos ángeles 
que subían al cielo por una escalera colocada en ese árbol. Los ojos le 
brillaban de contento, y no se le borraba esa sonrisa incalculable y socarrona.

A la hora del almuerzo siguieron los festejos, para el resto de los abuelos 
Mariano era un héroe. Me quedé a almorzar con ellos, y noté que una señora 
refinada, coqueteaba con él discretamente. También estaba aquel matrimonio 
con alzhéimer, que habían internado juntos. Seguían el festejo sin entender 
nada.

Recuerdo que antes, a veces ella estaba lúcida, y distinguía a su marido. 
Entonces lo besaba, o le limpiaba la boca, o lo ponía a dormir sobre su pecho. 
Otras era él quién le acariciaba el cabello y le decía:

—Te quiero viejita, soy yo, ¿me conoces?

Y así uno se encendía cuando el otro se apagaba, pero ahora ninguno de los 
dos se conocía.

Me dio pánico la vejez, sinceramente me dio pánico. Al ver de nuevo esa 
pareja temí por mi futuro, y sólo regresé al presente cuando escuche a 
Mariano decirle a todos que me consideraba un amigo. Después del almuerzo 
lo dejé en su cuarto, allí dormía otro señor que tendría más de noventa años. 
Nos despedimos. Y con la sonrisa de un niño que recuerda una travesura, se 
quedó sentado frente a la ventana. Miraba aquel árbol, el único árbol en el 
centro de un patio cegado por altas paredes de concreto.

A los tres días falleció. No sufrió dijeron, se quedó dormido. Yo no quise ir al 
velorio.



Diez años más tarde cuando regresé de España, Lucas mi hijo me esperaba en 
el aeropuerto. Curiosamente la ausencia y también su edad nos habían unido 
en la distancia. Cuando volvíamos en el taxi por la autopista Dellepiane, sonó 
su celular y era Mercedes. Su madre le preguntó si yo había llegado, y me 
mandó a decir cordialmente que la llame apenas pueda, se trataba de Mariano.
No entendí nada, pero le comenté a Lucas que había estado en la Coruña, en 
el pueblo de su abuelo, que ya no era un pueblo, sino una ciudad portuaria. 
Pasamos el día juntos, quizás como dos amigos. Y por primera vez mi hijo me 
habló por mi nombre.

A la noche, desde mi casa la llamé a Mercedes. Comenzó preguntándome 
sobre el viaje, si estaba bien, si necesitaba algo, me contó que la estaban por 
despedir del trabajo, que se había hecho los pechos, que podríamos tomar un 
café, y en un momento con voz dulce e implorante me pidió un gran favor: 
Quería que vaya al cementerio, porque iban a exhumar los huesos de su padre 
para pasarlos a un nicho. Sabía que nadie iría, así que me hice cargo del 
asunto, no por ellos, sino por Mariano.

Y a los tres días de haber llegado a Buenos Aires, después de una vida en 
España, estaba junto a dos sepultureros, abriendo el jonca de mi suegro. Pero 
eso no fue lo extraordinario, sino que al mover la tapa, el cuerpo de Mariano 
estaba intacto.

— Tiene los ojos abiertos—, dijo uno de los tipos. Y los tres nos
quedamos mirándolo.
— Se ríe—, dijo el otro, y era cierto, Mariano tenía una leve sonrisa
orgullosa e insultante. Ninguno sabía qué hacer.
— Podría tratarse de un milagro—, barajó el más viejo.

El cuerpo no podía ser regresado a tierra ni puesto en un nicho. En la 
secretaría me dieron una solución momentánea, dejarlo en la morgue del 
cementerio. Tenía cuarenta y ocho horas para devolverlo a la tierra renovando 
el contrato (lo que costaba una gran suma de dinero), o decidir incinerarlo. 
Rubén, el sepulturero más viejo, conocía un sacerdote que me podía asesorar, 
le dejé mi teléfono y nos despedimos. Una vez en la calle, después de 
tomarme un trago la llamé a Mercedes; tratando de encontrar el tono 
apropiado y las palabras precisas, le conté lo que ocurría.

Noté que le costaba hablar, posiblemente al escucharme hiperventilaba. En un 
momento alcanzó a decir que lo habían velado a cajón cerrado. Le pasé un 
número de teléfono que me dieron. Luego dijo que ahora no podía pensar, 
que me llamaba a la noche, pero no lo hizo.



Al día siguiente tampoco llamó, y decidí ocuparme de mis cosas. No obstante 
sonó el celular, justo cuando estaba en el jardín tomándome unos mates. Era 
Rubén.


— Su señora pidió que cremen el cadáver— dijo—, pero usted lo vio, 
sería un sacrilegio.

Primero le aclare amablemente que no era mi señora, sino mi ex mujer, y 
luego pregunté si había hablado con el cura.

— El padre Natalio no piensa atribuirlo a un milagro, dijo que eso es 
cosa exclusiva de los santos, y que en este caso la conservación se debía 
sólo al medio ambiente. Mire Pablo —agregó bajando la voz—, yo hace 
muchos años que trabajo de esto vio, y nunca vi algo igual. El otro día 
no quise decir nada, pero el cuerpo ni siquiera está rígido. Si usted
quiere cuente conmigo, sería una pena cremarlo.

Por un instante no supe que contestar, evidentemente el hombre estaba 
interesado.

—¿Y qué quiere qué haga Ruben?, no soy yo quién decide, y además no 
tengo el dinero para pagar la parcela— dije—, presintiendo que iba a 
proponerme un precio modesto para volver a enterrarlo.
—¿Usted tiene dónde ponerlo? — me susurró—, porque en estos
casos, el muerto está queriendo decir algo.

Comprendí que no se trataba de una changa por izquierda, sino que el tipo 
estaba loco de remate. Me disculpé diciéndole que tenía gente en casa.

—No se preocupe— me calmó—, no son cosas para hablar 
delante de nadie, usted me avisa apenas pueda, mire que no
tenemos mucho tiempo. Quedo a sus órdenes Pablo.

Pensé: ¡Para qué volví! Si a mí estás cosas en Europa no me pasaban. Tenía 
razón el gallego, cuánta razón tenía. Este es un país de desquiciados, un gran 
manicomio donde todos se creen grandes personajes, y ninguno sabe que está 
loco. Dios mío, pero como se extraña, que ganas de tomar un mate acá, que 
no es lo mismo que tomarlo allá, aunque no me faltó nunca yerba. Quizás el 
gallego no quería reconocerlo, pero él también estaba fascinado con este 
manicomio, y para colmo se enamoró de la más loca. Qué país de hijos de 
puta me escuche decir, y fue inevitable entender a Mariano, renegando ante 
tanta mediocridad, indignado por haber trabajado toda su vida honradamente, 
cuando acá a nadie le importa más que la guita y el status.

Una vez le discutí:

— Si nosotros somos sudacas, será que ustedes son la madrecaca.
— ¿Qué es eso? — dijo—, otra argentinada tuya.
— ¿No son la madre patria? — pregunté—. Ves que sos un cuadrado
gallego, no cazas ni un doble sentido.

Con otro se hubiera enojado por mucho menos, pero yo lo hacía reír y la 
bronca le duraba poco.

Se había puesto medio fresco, levanté el termo y volví a entrar en casa. Me 
senté en el sillón a mirar el ciprés, la higuera negra recostada contra el cielo, el 
ciruelo, las enormes plantas del fondo como una selva prehistórica. Recordé 
que a él le gustaba esta casa. Vino a visitarme enseguida que me divorcié de 
su hija. Era domingo y lo invité un buen asado. Después de unos vasos de vino 
lo noté melancólico. Estaba triste porque ya no sería su yerno. Caminaba 
mirando el jardín con un choripán en la mano. Le costaba masticarlo. Se 
detuvo frente a este ventanal de rejas antiguas, y con esa sonrisa canchera que 
ocultaba su nostalgia, me dijo que le recordaba a su casa natal.

Entonces la idea de Rubén no me pareció tan descabellada, quizás mi suegro 
quería morir de nuevo, morir bien, dignamente. Me quedé dormido en el 
sillón frente a las glicinas, oliendo el césped recién cortado. Atardecía. Y a 
cincuenta centímetros del ventanal, aún lo veía a Mariano, queriendo ocultar 
una lágrima.



Mauricio Escribano

Imagen Montse Vizcaino

















                                                                                     .


Azul de aguamarina

                                                                                      .

Ella camina a través de barras azules,
localidades, direcciones, “señoras y señores”,
equis en celdas borrosas, números rojos,
presupuestos, muchas gracias, y otros
elementos disconformes que hacen de la vida
un total de imbecilidades. Todo eso más
una mirada y una boca de niebla capaz
de morder un hermoso cadáver, una boca
y una mirada tan grande como una casona inglesa
abandonada a los pájaros, que urden en ella
una calle de árboles cuyas copas se juntan
hasta el infinito. Ni decir que a mí se me
rompe el vidrio de los ojos, que el corazón
se me llena de monstruos de peluche y en
mi rostro crecen glicinas y se posan abejorros.
La sigo hasta el mar con un gran sombrero
mexicano para que se dé vuelta y sepa que ella
es mi happy hour. Voy detrás de su melena,
mirándole el culo y las piernas que al tocar
las olas se colmarán de escamas, y no dejaré
de mirarla hasta que me salude, con su enorme
aleta de tornasoles.


Mauricio Escribano

Imagen Monica Bellucci


















                                                                                     .



Elefantes en sepia

                                                                                      .

Hoy vos sos mi nostalgia 
sentada en una silla.
Bajo una luz taciturna 
rotulo sus pezones
con nombres de mariposas. 
Le elogio la vainilla 
de la espalda, le regalo 
lencería, sandalias, abanicos. 
Noche tras noche,
enciendo un ánfora celeste
en su pubis zodiacal 
y dentro de un cortometraje 
calibro el infinito.
No hay alivio en estas pinzas 
con que ajusto la ternura 
para que no te me desarmes.


Mauricio Escribano

Imagen Aëla Labbé 

















                                                                                      .



De momento

                                                                                      .

Tendremos que omitir
esta sed torrencial de seguir enamorados.
Ya las estrellas se amontonan.
Todo el cielo se apoya
en la distancia de tus ojos
y hay un fuego al sur del horizonte
donde jamás llegaremos.
Nos hemos dormido en el culto al amor
y el amor despertó en otro lado.




Mauricio Escribano

Imagen Katia Chausheva



















                                                                                       .



Lo que me faltaba

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Un gato, o quizás mi gato, porque aunque no es mío
todas las noches entra en la cocina
y se trepa a la mesa donde yo garabateo un poema,
se pasea, se echa sobre mis libros panza arriba,
y ronroneando va mordiéndome los brazos
amorosamente a gusto entre las cenizas y el teclado
y mi no creer en nada.


Mauricio Escribano 


















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Pájaros de agua

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ahora que voy por la calle
ofreciendo mis libros
me encuentro con niños
ofreciendo estampitas

no sé dar consejos
ni soy quién para hacerlo
pero a veces hablamos
nos contamos un poco la vida
reflexionamos la posición de los eclipses
y por supuesto que soy yo
quien se lleva a casa el espejo

desde entonces
mis zapatos terminan en una plaza vacía
donde una lágrima construye la noche.



Mauricio Escribano


















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Esos pequeños grandes momentos que diariamente me convencen de seguir con mi tarea

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No es la primera vez que profesores de lengua y literatura
me cuentan que leen mis poemas a sus alumnos. Pero
cada vez que me pasa, de algún modo yo me encuentro
sentado en esas aulas, como la primera vez que descubrí
la poesía. Gracias profes por la foto, por comprar mi libro
en un café sin conocerme, y por dar a conocer mi humilde
pero arduo trabajo a sus alumnos.



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Noches perdidas

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Aquí la noche
con su lenta alevosía
agigantada en los bolsillos
donde guardo un gramo
de latidos y relojes.
Nunca diré nada.
Enguantado de cenizas
ya transcribo las legumbres
del silencio. Sólo queda
otra lenta mordedura
y un susurro nigromante.



Mauricio Escribano 

Imagenes Lauren Simonutti









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Las mil y una noche

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La desnudé en invierno.
Se la quité al encanto
del cristal sobre la hierba.
Cuando la sombra de la lluvia
cabalgaba caracoles
y toda ella era una lámpara
obstinada.

Yo andaba oculto
con los ojos sin respuesta.

Ella no quiso hacerse
cargo de la hora
ni decidir con la pezuña
de las veces. Y se quedó
besando los detalles
demorada como un ave
sin memoria.


Mauricio Escribano























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