Te extraño. Más que eso me abrazo a vos. Te recorro las distancias. Te busco por dentro en el lugar donde me amabas. Mauricio Escribano Imagen Helene Desplechin
Si te escuchara. Si me dijeras ‹‹No quiero un día más sin vos›› Este cuerpo se volvería un puñadito de azúcar. Lo sé. Pero este cuerpo es un hierro oxidado por la lluvia. Sólo hay fuerza en él. Una fuerza que nadie más que yo necesita ahora. Mauricio Escribano Imagen Marta Navarro
Algo descendió dentro del bosque. Luego brilló en un punto fijo y enseguida la luz se tornó en hilo de agua. Nadie pudo olvidar cuando el ángel del exterminio salió de su escondite y se llevó a aquella muchacha. Ella lo miraba con asombro. Apoyada sobre una ala vio que el ángel era hembra. Un agua ardiente le trepabapor los pies y se volvió tan lánguida que la perdí de vista. Mauricio Escribano Laura Makabresku
No sin cierta pasividad dejó atrás el zaguán, y caminó entre casas viejas y altos edificios. Iba resignada a su belleza, tratando de adivinar el rumbo, con la vagina puesta a punto por un mecánico del Docke. Martina no se podía permitir esas cosas, y en las primeras horas del día el sol angustiaba sus ojos. Tenía una voz soñadora, de sabor a miel y a naranjas. Pero la geometría de esas calles la atragantaba de secretos. Estaba sola. Con espanto verificó un océano de ventanas expulsadas al vacío. Sus ojos de eucaliptus (fulminados por la luz) se hundían en la altura. Desde lejos. En medio de aquel laberinto, se la veía más rubia y más hembra que nunca, como si volviera de apuñalar a un hombre.
Omar soñaba que era Charles Chaplin. Era domingo, por la tarde tenía pensado colocarle el carburador a la Chevy del vecino, para el lunes estaría listo a primera hora. Martina había dejado su cama sin despertarlo, y él era Charles Chaplin, el tonto más grande del mundo. Sus libros adorados seguían arriba de la mesa. Sobre “La Insoportable Levedad del Ser” había dos gotones de semen, testigos de la noche. Satisfactoriamente su eyaculación cubrió unos cuarenta centímetros de distancia, pasando por encima del hombro de Martina hasta impactar en la página 159. Ahí donde decía: ‹‹Karenin la arrastró y ella se dejó llevar››. Una hora después Martina estaba en su casa de Palermo. Entró con frío, llevaba pocas prendas. Aún era temprano y las luces estaban apagadas. En el sofá con los ojos bien abiertos una mujer de pelo corto la miró de frente. Le sonrió implacable, le hizo un gesto indicándole que se sentara como si la hubiera esperado un siglo. Y ciegamente comenzó a olerla, rozando con el piercing que agujereaba su nariz, el cuello y la cara de Martina. Mientras la olía le reprochaba haber estado con un hombre. No podía dejar de hacer ambas cosas. En la piel de Martina se traducía todo, había sido penetrada sin miramientos. La mujer comenzó a desnudarla con violencia. Examinó, mordió y lamió cada centímetro donde Omar dejó su huella. Al cabo de un minuto parecían dos arañas blandiendo sus patas en el aire. Casi con temor, Omar abrió los ojos. Le urgía abrazar a Martina, pero ella ya no estaba. Miró todo el desorden metafísico en su cuarto. La primera noche con ella, después de tanto Facebook, se había consumado. Ese primer encuentro sin ficciones terminó en su cama. Estaba contento. —Ella es la eternidad— se escuchó decir, buscando una birome en su mesita de luz para anotarlo. Hoy tendría todo el día para él. Pero lentamente se acordó que le faltaba colocarle el carburador a la Chevy. No importaba, no le llevaría más de media hora. Se levantó y fue al baño, le pareció orinar volúmenes de felicidad. Estaba enamorado, también estaba tranquilo. Sintió ganas de desayunar como Dios manda, y atravesó el breve pasillo que daba a la cocina. Era un hombre guapo, algo soberbio. Se jactaba de ser el único mecánico intelectual en innumerables kilómetros a la redonda. Sin extrañeza traspasó con la mirada la persiana y las cortinas. No se dio cuenta del prodigio. Una nube venía hacia su casa, como una sombra de pájaros negros se posó sobre la parra, y comenzó a llover copiosamente. Otra vez, las mujeres se prometen una a la otra. Juran no someterse a los hombres. Pero a Martina le parece razonable embelesarlos. No lo dice, se lo calla. Como una pequeña que roba chocolates ella oculta sus victorias. Le encantan los hombres, pero cómo decírselo a Beatriz. Aunque mirándola bien, tampoco hace falta. Su amiga lo sabe. Le hizo pensar frecuentemente que se enojaba con eso, pero no era cierto. En el fondo Beatriz se excitaba. Sin embargo era la primera vez que había estado con un macho cara a cara, fue un impulso inevitable. Comprobó que cada uno de los hombres que había conocido en la Web eran personajes de su imaginación, amores líquidos, que debían contentarse con la esperanza de verla algún día. Hacía que la sueñen. Y como a una colección de mariposas clavadas en papeles de memoria, los iba disecando. Sabía que era una estrella de las redes, diseñada para enamorar en vano. Pero el resto de los hombres, los que le deparaba la calle, la oficina, esos otros que pertenecían a la realidad, no tenían relevancia. Sólo buscaba a los que cabían en sus simulacros. Elegía a los frustrados, a los artistas, a aquellos que podían fantasear con ella los momentos más perfectos. Omar hubiera querido despedirse. Piensa que ella no quiso despertarlo, o acaso le apeteció irse sin decir una palabra. Elimina otras posibilidades. Afuera está lloviendo ya sin ruido, como si el agua cayera raudamente sobre un pañuelo de la infancia. Aún siente a Martina abrir sus labios, las lenguas oblicuas jugando en las bocas. “Usted me interpreta… Usted esto, usted aquello”, la voz y las maneras de Martina resuenan en su mente. “Voy sonámbula… Sus palabras no son de este mundo… Mejor no digo nada… Los besos me los guardo para mi sureño”. Recordó las horas, los días, los años en la web esperando para verla. Horas y horas… Días y días… Años y años… Hablando por teléfono. Sintió que todos sus competidores, esos pobres avatares que Martina interponía para hacerle un contrapunto, ya no eran nada. Facebook, tachado. Se había librado de un circo de pulgas. Algo rotundo había ocurrido anoche. Y también el amor dejaba de ser sólo imagen, para incluir una sensación muscular profunda. Vagamente recordó haber soñado que era Chaplin. Sin sospechar que ingresaba en el abismo. Martina Iribarren se había tendido en la cama. Un solo botón impedía que se le abriera la blusa. Un botón debajo del busto, y sobre el botón tres limones apretados en sus manos. La imagen era exquisita. El ojo ciclópeo de la cámara no enfocaba su rostro. Beatriz estaba extasiada. Cada vez que fotografiaba a Martina el tiempo se detenía. La pasmaba su belleza, quería fotografiarla, pintarla, escribirle poemas. “Ésa es mi Martina” decía, mientras le robaba el alma. Y a Martina le parecía escuchar a su madre. Todo lo que Beatriz le decía parecía venir del más allá. “No confíes en los hombres” decía Beatriz, igual que su madre que había muerto en un extraño accidente. Así que en Beatriz, de algún modo, había encontrado el abrupto consuelo de la inmortalidad. Martina se cambia de ropa, vuelve a la cama con unas medias de red y una blusa transparente de gasa negra. La habitación está en penumbra. Se acuesta boca abajo. Beatriz la observa, la toca como si viera una actriz porno. Le cruza las manos hacia atrás. Ata sus muñecas con un cable lleno de lucecitas de colores, que prenden y apagan. Dispara una foto, luego otra y otra. Pero Martina no posa para ella, ni siquiera para los señores que la sueñan. Esos a los que les jura que ella misma se saca las fotos. Lo hace por amor propio. Se sienta en una silla antigua junto a la ventana. Detrás de ella hay una jaula vacía. Se coloca un pequeño sombrero con velos de tul que traslucen su rostro. Mira hacia abajo y al costado. Beatriz coloca en su mano una enorme magnolia. Martina piensa que toda esa pasión con Omar dejó de ser inofensiva. Él se había enamorado, el maldito amor y sus acordes. Está temblando. Ese pánico a entregarse no era más que odio. Sólo él la tenía al alcance de la mano, y le desnudaba las palabras. Sólo un hombre, capaz de desenmascararla delante de todos. Omar ve los racimos que cuelgan de la parra y la rotura de la lluvia. Algo viene a buscarlo. Tal vez un cordero del sol con un vaso de vino dulce. Detrás hay una torre en medio de la selva. Aún no se resigna. No quiere abrir la puerta y salir a la calle, tiene miedo de que las cosas cotidianas se derrumben. —Te extraño—, le dijo. Y ella le contestó: —Terriblemente—. Los recuerdos afloran en cadena, hacen un arqueo en su memoria. Adivina que está entrando en un espejo. Nunca entendió cómo una muchacha tan linda tenía miedo de verlo. Se pasaba meses sin salir de su casa frente a la computadora. Él ya sabía su dirección, y también su verdadero nombre. La había descubierto: Se llamaba Martina Iribarren y no Laura del Corral. Tenía veintitrés años y no treinta y tres. Omar ya no soportaba la clandestinidad ni las excusas. Quería verla. Tanta intimidad no podía perderse en el circo de las pulgas, ni en la comodidad del teléfono. Otros hombres lo precedían. No había remedio para ellos, no tenían amparo. Quería verla. Ella se había convertido en el amor de su vida. Y él la vio como nadie, sin la inútil perfección del idealismo. Se ríe y llora. Afuera hay árboles que antes no existían. Hongos de oscurecidas vocales. Flores mojadas y brillantes. Es la selva en todas sus versiones. Ahora Omar va comprendiéndolo todo. Un olor rosado entra por la ventana. Absurdamente el estar enamorado aún perdura. Quizás, como un griterío de loros en el hueco de su vientre. Justo donde entró la puñalada.
quizás fueron sus ojos o las antiguas violetas que perfumaban su pelo misteriosamente negro pero tampoco fue eso ni las frutitas de su boca ni su piel de leche medieval
había algo en ella que me inspiraba a pintarla con palabras quise saber su nombre dijo que se llamaba Soledad —Yo soy tu Soledad— eso dijo y ni así pude entender por qué mi Soledad era tan bella. Mauricio Escribano Imagen Laura Makabresku
Siempre me lleve bien con mi suegro, bueno en realidad al principio casi nos vamos a las manos, por la fama que le habían hecho Mercedes, su hija (que por entonces era mi novia) y la bruja de Raquel, su esposa. Pero Mariano era una gallego divino, un tipo querible y bohemio, no era para menos que haya perdido la cabeza por amor, o intentado suicidarse, cuando Raquel se fue con el jefe. Me imagino lo que le habrá dolido saber que su propia hija, le había hecho gancho a su madre con ese señor bien perfumado, de auto elegante, laureado con luminosas tarjetas de crédito. Ambas trabajaban en la misma compañía, y el viejo play boy primero lo intentó con Mercedes, veintidós años, rubia a rabiar, de rumbo incierto. Ella muy astuta se lo sacó de encima en una cena tratándolo como a un padre, y hablándole de Raquel, de todos sus territorios posibles, porque si ambas tenían algo en común, era la irremediable belleza. Estaba todo arreglado, fue una transacción de negocios entre madre e hija. A Mercedes siempre le gustó la pija más que el chocolate y la guita más que la pija. De manera que en aquel tiempo, este servidor (que ganaba una pequeña fortuna paseando perros) supo darle ambas cosas, con la ingenua esperanza de que el amor, nos bastara para siempre. Aunque llevaba más de dos años de divorciado, cuando me enteré por mi hijo Lucas, que habían internado a Mariano en un geriátrico, me opuse con rabia. A ese gallego que llegó a la Argentina huérfano y encontró en Raquel y en los padres de Raquel la familia que no tuvo, le hicieron la vida imposible. Pero quién era yo para oponerme, si ya estaban todos los suyos de acuerdo. Así que me limité a visitarlo durante algunos meses. Los dueños de aquel lugar eran una pareja muy amable. Me habían permitido sacarlo al parque de enfrente, todo lo que quisiera. Y allí Mariano me contaba de su infancia en la Coruña, de cuando la conoció a Raquel (todo en Raquel era sagrado, pero nada era verídico), de las veces que volvió a España y recorrió las calles de su pueblo, de que si no fuera por Raquel no hubiera vuelto nunca a la Argentina, que amaba a su familia. Que los argentinos éramos todos chantas y traidores, o sea unos sudacas de mierda. Lo decía de tal manera que me causaba muchísima gracia, y yo me reía con él y sobre todo de él. Pero al dejarlo solo, invariablemente me iba llorando como un pelotudo. Con el tiempo conocí a una muchacha y no fui a verlo más. Quise dar vuelta la página y comenzar de nuevo. Ya tenía la sensación de ser un decálogo de tristezas inútiles. Sin embargo, vaya a saber si por un designio del destino o por tener cara de idiota, una mañana de primavera sonó el teléfono, y era Mercedes. Nunca me llamaba, así que pensé le había pasado algo a mi hijo. Me pidió por favor que fuera al geriátrico enseguida. Me rogó que fuera, con esa voz que pone ella cuando realmente es ella, como aquella vez que su madre volvió con Mariano y la echó de la casa culpándola de todo. En ese momento la voz le temblaba, los ojos azules y fríos de Raquel la condenaban a esa zona sin palabras. Me paso el teléfono del geriátrico para que ellos me dijeran lo mismo, que por favor vaya enseguida, era cuestión de vida o muerte. Al llegar me condujeron hacia un patio de mosaicos, y allí estaba Mariano. Con una sonrisa ingobernable, en lo alto de un árbol que creció rajando el piso. Abajo había un bombero. Me explico que el señor amenazó con tirarse cuando intentó bajarlo. Todavía no comprendo cómo llegó hasta allá arriba con setenta y cuatro años. Al verme me hizo un gesto irónico, y suspicazmente bajo rama por rama como había subido sin hacerse un rasguño. Los compañeros lo aplaudían, el bombero no podía creerlo, y los dueños del lugar lejos de enojarse, se alegraron que les haya vuelto el alma al cuerpo. Cuando le pregunté por qué lo había hecho, dijo que soñó con unos ángeles que subían al cielo por una escalera colocada en ese árbol. Los ojos le brillaban de contento, y no se le borraba esa sonrisa incalculable y socarrona. A la hora del almuerzo siguieron los festejos, para el resto de los abuelos Mariano era un héroe. Me quedé a almorzar con ellos, y noté que una señora refinada, coqueteaba con él discretamente. También estaba aquel matrimonio con alzhéimer, que habían internado juntos. Seguían el festejo sin entender nada. Recuerdo que antes, a veces ella estaba lúcida, y distinguía a su marido. Entonces lo besaba, o le limpiaba la boca, o lo ponía a dormir sobre su pecho. Otras era él quién le acariciaba el cabello y le decía: —Te quiero viejita, soy yo, ¿me conoces? Y así uno se encendía cuando el otro se apagaba, pero ahora ninguno de los dos se conocía. Me dio pánico la vejez, sinceramente me dio pánico. Al ver de nuevo esa pareja temí por mi futuro, y sólo regresé al presente cuando escuche a Mariano decirle a todos que me consideraba un amigo. Después del almuerzo lo dejé en su cuarto, allí dormía otro señor que tendría más de noventa años. Nos despedimos. Y con la sonrisa de un niño que recuerda una travesura, se quedó sentado frente a la ventana. Miraba aquel árbol, el único árbol en el centro de un patio cegado por altas paredes de concreto. A los tres días falleció. No sufrió dijeron, se quedó dormido. Yo no quise ir al velorio. Diez años más tarde cuando regresé de España, Lucas mi hijo me esperaba en el aeropuerto. Curiosamente la ausencia y también su edad nos habían unido en la distancia. Cuando volvíamos en el taxi por la autopista Dellepiane, sonó su celular y era Mercedes. Su madre le preguntó si yo había llegado, y me mandó a decir cordialmente que la llame apenas pueda, se trataba de Mariano. No entendí nada, pero le comenté a Lucas que había estado en la Coruña, en el pueblo de su abuelo, que ya no era un pueblo, sino una ciudad portuaria. Pasamos el día juntos, quizás como dos amigos. Y por primera vez mi hijo me habló por mi nombre. A la noche, desde mi casa la llamé a Mercedes. Comenzó preguntándome sobre el viaje, si estaba bien, si necesitaba algo, me contó que la estaban por despedir del trabajo, que se había hecho los pechos, que podríamos tomar un café, y en un momento con voz dulce e implorante me pidió un gran favor: Quería que vaya al cementerio, porque iban a exhumar los huesos de su padre para pasarlos a un nicho. Sabía que nadie iría, así que me hice cargo del asunto, no por ellos, sino por Mariano. Y a los tres días de haber llegado a Buenos Aires, después de una vida en España, estaba junto a dos sepultureros, abriendo el jonca de mi suegro. Pero eso no fue lo extraordinario, sino que al mover la tapa, el cuerpo de Mariano estaba intacto. — Tiene los ojos abiertos—, dijo uno de los tipos. Y los tres nos quedamos mirándolo. — Se ríe—, dijo el otro, y era cierto, Mariano tenía una leve sonrisa orgullosa e insultante. Ninguno sabía qué hacer. — Podría tratarse de un milagro—, barajó el más viejo. El cuerpo no podía ser regresado a tierra ni puesto en un nicho. En la secretaría me dieron una solución momentánea, dejarlo en la morgue del cementerio. Tenía cuarenta y ocho horas para devolverlo a la tierra renovando el contrato (lo que costaba una gran suma de dinero), o decidir incinerarlo. Rubén, el sepulturero más viejo, conocía un sacerdote que me podía asesorar, le dejé mi teléfono y nos despedimos. Una vez en la calle, después de tomarme un trago la llamé a Mercedes; tratando de encontrar el tono apropiado y las palabras precisas, le conté lo que ocurría. Noté que le costaba hablar, posiblemente al escucharme hiperventilaba. En un momento alcanzó a decir que lo habían velado a cajón cerrado. Le pasé un número de teléfono que me dieron. Luego dijo que ahora no podía pensar, que me llamaba a la noche, pero no lo hizo. Al día siguiente tampoco llamó, y decidí ocuparme de mis cosas. No obstante sonó el celular, justo cuando estaba en el jardín tomándome unos mates. Era Rubén. — Su señora pidió que cremen el cadáver— dijo—, pero usted lo vio, sería un sacrilegio. Primero le aclare amablemente que no era mi señora, sino mi ex mujer, y luego pregunté si había hablado con el cura. — El padre Natalio no piensa atribuirlo a un milagro, dijo que eso es cosa exclusiva de los santos, y que en este caso la conservación se debía sólo al medio ambiente. Mire Pablo —agregó bajando la voz—, yo hace muchos años que trabajo de esto vio, y nunca vi algo igual. El otro día no quise decir nada, pero el cuerpo ni siquiera está rígido. Si usted quiere cuente conmigo, sería una pena cremarlo. Por un instante no supe que contestar, evidentemente el hombre estaba interesado. —¿Y qué quiere qué haga Ruben?, no soy yo quién decide, y además no tengo el dinero para pagar la parcela— dije—, presintiendo que iba a proponerme un precio modesto para volver a enterrarlo. —¿Usted tiene dónde ponerlo? — me susurró—, porque en estos casos, el muerto está queriendo decir algo. Comprendí que no se trataba de una changa por izquierda, sino que el tipo estaba loco de remate. Me disculpé diciéndole que tenía gente en casa. —No se preocupe— me calmó—, no son cosas para hablar delante de nadie, usted me avisa apenas pueda, mire que no tenemos mucho tiempo. Quedo a sus órdenes Pablo. Pensé: ¡Para qué volví! Si a mí estás cosas en Europa no me pasaban. Tenía razón el gallego, cuánta razón tenía. Este es un país de desquiciados, un gran manicomio donde todos se creen grandes personajes, y ninguno sabe que está loco. Dios mío, pero como se extraña, que ganas de tomar un mate acá, que no es lo mismo que tomarlo allá, aunque no me faltó nunca yerba. Quizás el gallego no quería reconocerlo, pero él también estaba fascinado con este manicomio, y para colmo se enamoró de la más loca. Qué país de hijos de puta me escuche decir, y fue inevitable entender a Mariano, renegando ante tanta mediocridad, indignado por haber trabajado toda su vida honradamente, cuando acá a nadie le importa más que la guita y el status. Una vez le discutí: — Si nosotros somos sudacas, será que ustedes son la madrecaca. — ¿Qué es eso? — dijo—, otra argentinada tuya. — ¿No son la madre patria? — pregunté—. Ves que sos un cuadrado gallego, no cazas ni un doble sentido. Con otro se hubiera enojado por mucho menos, pero yo lo hacía reír y la bronca le duraba poco. Se había puesto medio fresco, levanté el termo y volví a entrar en casa. Me senté en el sillón a mirar el ciprés, la higuera negra recostada contra el cielo, el ciruelo, las enormes plantas del fondo como una selva prehistórica. Recordé que a él le gustaba esta casa. Vino a visitarme enseguida que me divorcié de su hija. Era domingo y lo invité un buen asado. Después de unos vasos de vino lo noté melancólico. Estaba triste porque ya no sería su yerno. Caminaba mirando el jardín con un choripán en la mano. Le costaba masticarlo. Se detuvo frente a este ventanal de rejas antiguas, y con esa sonrisa canchera que ocultaba su nostalgia, me dijo que le recordaba a su casa natal. Entonces la idea de Rubén no me pareció tan descabellada, quizás mi suegro quería morir de nuevo, morir bien, dignamente. Me quedé dormido en el sillón frente a las glicinas, oliendo el césped recién cortado. Atardecía. Y a cincuenta centímetros del ventanal, aún lo veía a Mariano, queriendo ocultar una lágrima. Mauricio Escribano Imagen Montse Vizcaino
Ella camina a través de barras azules, localidades, direcciones, “señoras y señores”, equis en celdas borrosas, números rojos, presupuestos, muchas gracias, y otros elementos disconformes que hacen de la vida un total de imbecilidades. Todo eso más una mirada y una boca de niebla capaz de morder un hermoso cadáver, una boca y una mirada tan grande como una casona inglesa abandonada a los pájaros, que urden en ella una calle de árboles cuyas copas se juntan hasta el infinito. Ni decir que a mí se me rompe el vidrio de los ojos, que el corazón se me llena de monstruos de peluche y en mi rostro crecen glicinas y se posan abejorros. La sigo hasta el mar con un gran sombrero mexicano para que se dé vuelta y sepa que ella es mi happy hour. Voy detrás de su melena, mirándole el culo y las piernas que al tocar las olas se colmarán de escamas, y no dejaré de mirarla hasta que me salude, con su enorme aleta de tornasoles. Mauricio Escribano Imagen Monica Bellucci
Hoy vos sos mi nostalgia sentada en una silla. Bajo una luz taciturna rotulo sus pezones con nombres de mariposas. Le elogio la vainilla de la espalda, le regalo lencería, sandalias, abanicos. Noche tras noche, enciendo un ánfora celeste en su pubis zodiacal y dentro de un cortometraje calibro el infinito. No hay alivio en estas pinzas con que ajusto la ternura para que no te me desarmes. Mauricio Escribano Imagen Aëla
Labbé
Tendremos que omitir esta sed torrencial de seguir enamorados. Ya las estrellas se amontonan. Todo el cielo se apoya en la distancia de tus ojos y hay un fuego al sur del horizonte donde jamás llegaremos. Nos hemos dormido en el culto al amor y el amor despertó en otro lado.
Un gato, o quizás mi gato, porque aunque no es mío todas las noches entra en la cocina y se trepa a la mesa donde yo garabateo un poema, se pasea, se echa sobre mis libros panza arriba, y ronroneando va mordiéndome los brazos amorosamente a gusto entre las cenizas y el teclado y mi no creer en nada. Mauricio Escribano
ahora que voy por la calle ofreciendo mis libros me encuentro con niños ofreciendo estampitas no sé dar consejos ni soy quién para hacerlo pero a veces hablamos nos contamos un poco la vida reflexionamos la posición de los eclipses y por supuesto que soy yo quien se lleva a casa el espejo desde entonces mis zapatos terminan en una plaza vacía donde una lágrima construye la noche. Mauricio Escribano
No es la primera vez que profesores de lengua y literatura me cuentan que leen mis poemas a sus alumnos. Pero cada vez que me pasa, de algún modo yo me encuentro sentado en esas aulas, como la primera vez que descubrí la poesía. Gracias profes por la foto, por comprar mi libro en un café sin conocerme, y por dar a conocer mi humilde pero arduo trabajo a sus alumnos. .
Aquí la noche con su lenta alevosía agigantada en los bolsillos donde guardo un gramo de latidos y relojes. Nunca diré nada. Enguantado de cenizas ya transcribo las legumbres del silencio. Sólo queda otra lenta mordedura y un susurro nigromante. Mauricio Escribano Imagenes Lauren Simonutti
La desnudé en invierno. Se la quité al encanto del cristal sobre la hierba. Cuando la sombra de la lluvia cabalgaba caracoles y toda ella era una lámpara obstinada. Yo andaba oculto con los ojos sin respuesta. Ella no quiso hacerse cargo de la hora ni decidir con la pezuña de las veces. Y se quedó besando los detalles demorada como un ave sin memoria. Mauricio Escribano