Esos hombres venían a buscarte.
Traían sus arqueros, calculaban
la distancia a los galpones,
hablaban audazmente de tus
piernas. Repetían sus canciones,
le cantaban a tu bosque trémulo.
Iban sudando, cazando de soslayo
a metros de tu coxis. No les dije
nada, ni una palabra. Los dejé que
se acercaran creyendo adivinarte.
Y los fui matando uno por uno,
cuando la luz era tremenda.
Y andaba solo, caminando
a contraviento.
Después sin avisarme, fuiste mía,
y de mi sombra. Enguantada de
líquenes tristes quisiste mi boca.
Mis manos creyentes. Y todo lo mío
fue tuyo. La voz del caballo, mis mapas,
mis caminos invisibles. Cada refugio
de toda sospecha, cada póquer de ases,
la soledad que se desanda. Y hoy es
cuando nieva y la nieve ha cubierto
todo daño, todo suburbio, y nuevamente
te menciono turbulenta. Escoltada por
los duendes, oyendo el humus fértil
de las hojas. Buscando en mi silencio,
acaso al hombre que te alcance para
un siglo.
Se acabó lo clandestino. Tu modus
operandi. Ya es tiempo de legumbres
y de liebres. Esta noche haremos fuego
por encima de los ojos. Y seguiré
escribiendo este sueño amotinado.
La piel gramatical dispuesta a mi
demencia. Todo el cuerpo yo te escribo
en catedrales donde el sol astilla uvas
y naufragios. Mi beso azul con tinta roja.
Ahí donde siempre nos rendimos, donde
el pájaro de nube musical nos inculca
su neblina. Yo te seguiré escribiendo.
Aunque otra vez se duerman en mis labios,
ese abrigo de lana que te encanta
y mi botella de brandy.
Mauricio Escribano
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