Joaquín es un drogadicto de 48 años que siempre vivió con su
madre en el centro de Lomas. Ella murió una noche de agosto, en
la misma cama en la que esperaba la muerte mirando la tele,
roñosa, y fumando dos atados de cigarros por día. Y murió con los
ojos abiertos, como si la muerte fuera un lejano proyecto de
felicidad, o al menos un testimonio imparcial de la vida. Joaquín,
fue su único hijo. Un adicto a comisión, con la rutina diaria de
conseguir cocaína para otros. Lo que le da cierta formalidad, a su
podrida constancia de intermediario.
Deliberadamente su madre había muerto, y yo era para él la cima
absurda de un recuerdo, o sea (vaya a saber por qué) su única
esperanza. Y como un murciélago que se mete de pronto por la
ventana constelando el caos, Joaquín me llamó de un teléfono
público con monedas prestadas, diciéndome que se venía a mi casa
por unos días. Llegaría mañana después de veinte años de
inexistencia, sabiendo entre dientes, que las páginas numeradas por
nuestras andanzas, necesitaban leerse en voz alta. Como todo lo
que edifica el universo desde la fragilidad de los sueños.
La palabra amigo no se me había ocurrido después de tantos años
de cruzarnos sin mucho que decirnos. Más bien nuestra viejísima
amistad, consistía en la idea de superhombre que él tenía de mí, y
en la retórica de la memoria, que determina las leyes del azar. Yo
aún recordaba su otra cara, signada de bestias heráldicas, su estirpe,
y el arresto de la luna en la leche comercial de sus arterias. Ambos
habíamos visto agonizar “los años noventa” en un templo de
enanos amarillos. Y el presentimiento de tener que alojarlo en mi
casa, era una complicación tan ridícula, como huir en dirección a
los espejos.
Sabía además que a Joaquín toda la vida le gustó mi esposa, y que a
ella, sus ojos sucios de luz, empeñados de piel vaginal, le parecían
mares sin anclas. María siempre permitió que Joaquín elogiara su
belleza. Pero ahora el amigo de ambos, ya usaba el sombrero del
invierno. Sabía del dolor brillante en la deshora, de la carne
amniótica y del olor a culo de la muerte.
Como dije, nunca pensé tener a un drogadicto en mi casa, a un
amigo tan remoto que casi no existía. Se me hacía difícil
inmiscuirme con un ser tan estropeado. Fuera de eso, a María no le
importaba convivir con los seres que volvían del olvido. Joaquín
había sido el amor de su infancia. Y poco a poco la idea que tenía
de haber caído en una trampa, adquirió el lenguaje propio de los
triángulos.
En honor a la verdad, no fueron mis recuerdos de la niñez, ni de la
juventud, los que le abrieron a Joaquín las puertas de esta casa. Es
cierto que me dio pena que lo hayan echado del entrepiso de un
local que el mismo había arruinado. El último reducto que le
quedaba, donde vivió con su mamá los peores momentos. Pero ya
había perdido la mayor parte de su herencia, los autos, dos
departamentos en la calle Loria, cinco cocheras, su parte de una
confitería. Se había gastado todo en su adicción por el juego y la
cocaína. Y había arrastrado miserablemente a su madre. No, no
fueron mis recuerdos de la niñez, ni de mi juventud, sino María.
Ella y Joaquín se querían como hermanos, siempre me lo dijo, y
aunque había dejado de decirlo hacía casi veinte años; aquella
tarde, después de aquella llamada, me pidió <que si la quería>
un galpón separado de nosotros por una jungla de plantas y trastos
que María se empecinaba en acumular. Yo estuve de acuerdo. Ella
me obsequió una sonrisa italiana, y con un pulgar acarició mis
labios antes de besarme. No había escapatoria, al menos podría
hacer algo útil de él, como ponerlo a barrer las hojas y a regar las
plantas. La pieza de atrás tenía un termo eléctrico y un pequeño
lavadero. Así que incluso lo obligaría a bañarse y a lavarse la ropa.
Tendría reglas, reglas claras de convivencia. Quizás volverlo a la
realidad fuera una causa razonable.
matrimonio, que soy nadador, poeta devoto, y me contento con el
simulacro de seguir adelante. Fue irremediable que nuestras vidas
se bifurcaran. Sin embargo, tal como dijo, al otro día llegó a nuestra
casa.
dientes, y eso sí que era horroroso. María le indicó dónde dejar su
valija, trajo otra copa y estoicamente le serví vino. Nos sentamos
los tres en el living alrededor de una mesa ratona. Se lo veía
inquieto, vergonzoso. Parecía querer cumplir alguna especie de
formalismo. Cuando hablaba se llevaba la mano a la boca, y pedía
disculpas por cualquier cosa. María lo escuchaba atentamente,
como si estuviera por decir algo importante. Yo seguía estupefacto.
- Querido Alejandro, como ves no estoy en mi mejor momento-
Él se encogió de hombros y le sonrío con sus mejores dientes.
-¡No te queda mal “así pelado”!- fue todo lo que dije.
Vi que se tanteaba las nalgas buscando los cigarrillos. Estaba
María se fue y volvió de la cocina trayendo una tarta de pollo y
servilletas de papel. Nos servimos otra copa.
Ella le contó de cuando hacía teatro en las provincias, de su trabajo
las cosas que perdió en la vida por la droga, de los amigos que
están muertos, de cómo la pareja de su ex mujer se había quedado
con el negocio en el que vivían con su madre. <<El tipo le daba
techo y comida a sus propias hijas, así que no podía decir nada>>
su riñonera. ¡No sabía que todavía se usaban las riñoneras! Al final
pronunció el nombre de mi esposa, haciendo ostentación de ser su
mayor perdida. Nada novedoso, ni antes ni ahora Joaquín me
pareció una amenaza, y no le hacía mal a nadie que mi mujer se
sintiera halagada. No era una insinuación ni algo parecido, sino
una repetición pueril, con la que intentaba conjurar alguna grieta.
María trajo otra botella de vino que tenía para el postre. Quise
intervenir de algún modo. Volví a llenar las copas.
El nadador tiene la tarea de vislumbrar otro mundo, y va con los
-¡Joaquín querido!- me escuche decir, apretándole un hombro-me
El tema de cómo robaba, llamó mi atención, realmente me
-¿Por qué no nos avisaste?-, dijo mi mujer.
Se me hacía indispensable hablar de la desidia, pero era como
casi lampiña, y los pelos demasiado separados de un bigote
desleído, se diría pubertario.
Me pareció que se complacía en decirlo, como si al reconocerlo,
Entonces me preguntó cómo estaba yo. Le dije que más o menos
un gramo de merca. Me hizo un gesto. Accedí. Preguntó si tenía
algo para pisarla. Le traje del cajón de mi escritorio dos viejas
tarjetas de crédito. Dijo que era buenísima. Realizó el ritual de
pulverizarla y preparó seis rayas. María bostezo, tenía sueño. Nos
saludó a los dos y se fue a dormir dejándonos solos. Aquello
sucedió en la intimidad del vacío, ese poco de Dios, ese espacio
entre palabras.
Enrolló un billete de diez pesos y aspiró una raya. El olor de la
interminable. Hasta los veintiocho años tomé cocaína
ocasionalmente. Pasábamos madrugadas enteras con Joaquín, como
dos arcángeles sin noción del tiempo.
de Le Paradise. Nos reímos. Se tomó otra raya gruesa y un buen
sorbo de whisky. Seguía relatando la historia de mi vida, la que él
había visto. Nada de lo que decía era tan cierto. Narraba una
leyenda, porque la juventud y la infancia eran eso).
visita lo inquebrantable, esquivé una escupidera, una guía
telefónica, una bolsa con cruces de níquel, y allí vagamente recordé
un cumpleaños en casa de mi prima. Éramos tan chiquitos,
jugábamos a la mancha, alguien apagó la luz, llegó la torta con las
velas encendidas, todos cantamos. Más tarde la tía Susana puso un
disco de Los Beatles, y los mayores nos animaban a bailar.
Yo bailaba con mi prima y su amiga Florencia, que me hacía reír y
era rapidita. En una punta María bailaba con Joaquín tomados de la
mano. Florencia me codeó y se corrió la voz. Todos los chicos
empezamos a cargarlo… “tiene novia tiene novia”… A María no le
importaba, como si le alegrara esa soledad. Pero Joaquín se había
puesto colorado. Miraba el piso con cara de tonto, sintiéndose el
niño más solo del mundo. Tal vez como ahora.
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